[Opinión] Ciencia austral con pertinencia territorial: el compromiso que no hemos cumplido

Por Dra. Claudia Maturana
Investigadora Instituto Milenio BASE – Centro Internacional Cabo de Hornos (CHIC)

Vivir y hacer ciencia desde el extremo austral de Chile no es sólo una elección personal; es una decisión profundamente geopolítica y ética. Trasladarme a Punta Arenas me ha permitido conectar de manera más directa la investigación que realizo sobre biodiversidad antártica y subantártica con las comunidades y territorios que están en la primera línea de los cambios globales. La llamada pertinencia territorial no es un concepto vacío: implica que la ciencia debe dialogar con el lugar desde donde se produce y con las personas que lo habitan.

La Antártica y la región de Magallanes son hoy escenarios clave para comprender la magnitud del cambio climático. Desde los pequeños invertebrados, como la mosca Parochlus steinenii o los copépodos de lagunas australes del género Boeckella, hasta los paisajes glaciares que se derriten a un ritmo acelerado, todo nos habla de resiliencia y vulnerabilidad. Estos organismos, largamente desapercibidos, han sobrevivido a glaciaciones pasadas, pero hoy enfrentan un desafío inédito: la velocidad del cambio de paisaje por el calentamiento global. Investigar su genética, sus microbiomas o su biogeografía nos entrega no solo conocimiento científico, sino también herramientas para diseñar estrategias de conservación con enfoque regional que son urgentes y necesarias.

Pero la ciencia no se hace en el vacío. Y aquí es donde quiero hacer el énfasis: la pertinencia territorial también exige revisar las condiciones humanas y laborales en las que producimos conocimiento. No podemos hablar de Antártica como un “laboratorio natural” si ese espacio reproduce las mismas desigualdades y violencias que intentamos erradicar en nuestras sociedades.

En los últimos meses, Chile ha sido testigo y protagonista de denuncias por acoso y violencia sexual ocurridas en la Antártica. Casos que, aunque se presenten como hechos aislados, en realidad son parte de un problema estructural que arrastramos hace décadas: la ausencia de protocolos efectivos, la falta de respuestas institucionales y, sobre todo, la soledad que recae sobre las mujeres que deciden denunciar. Como investigadora, como víctima y como mujer, sé de primera mano lo que significa sentir que tu seguridad y bienestar físico y mental dependan de un sistema que no siempre está disponible para protegerte.

El continente blanco y las islas que lo rodean, representan los últimos territorios prístinos, su historia de completo aislamiento geográfico no los ha mantenido alejados de los conflictos humanos. Más aún, es un lugar donde se reproducen e incluso magnifican las relaciones de poder que debemos enfrentar con mucha fortaleza. La ciencia antártica y subantártica se empobrece si no garantiza condiciones seguras y equitativas para todas las personas que participan en ella. Si el miedo, la desconfianza o el encubrimiento institucional se imponen, no solo se vulneran derechos fundamentales: se debilita la capacidad de la ciencia de cumplir su misión.

Por eso, hoy más que nunca, necesitamos mirar la ciencia antártica desde una perspectiva integral: que reconozca la urgencia climática, que valore la pertinencia territorial de hacer investigación desde Magallanes y que, al mismo tiempo, asuma con seriedad el compromiso de erradicar la violencia de género. La ética de nuestra investigación no puede limitarse a la relación con los ecosistemas; debe extenderse a todas las formas en que nos vinculamos como comunidad humana.

La Antártica nos enseña que la vida puede persistir incluso en condiciones extremas. Pero esa persistencia no es automática: depende de refugios, de interacciones, de equilibrios frágiles. Esta lección vale también para nuestras instituciones y equipos humanos. Si queremos que la ciencia crezca en el sur del mundo, debemos co-construir espacios de trabajo seguros, colaborativos y respetuosos, donde la diversidad y la equidad no sean consignas, sino realidades.

La Antártica es patrimonio de la humanidad, pero también es un espejo. Lo que allí ocurre refleja quiénes somos y cómo queremos convivir. Hagamos de ese espejo un reflejo digno, no una advertencia dolorosa.

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